El sexto mandamiento

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El sexto mandamiento

19.02.10 - 00:39 -

ENTRE VISILLOSMARÍA ANTONIA SAN FELIPE |

Es de sobra conocido que todas las organizaciones humanas pierden crédito cuando sus seguidores observan una enorme distancia entre lo que proclaman y lo que practican. Así ha venido ocurriendo en la historia incluso con aquellas instituciones que se pregonan de inspiración divina. La Iglesia católica ilustra de maravilla el viejo refrán español que resume los hechos de un modo sintético cuando advierte de que «del dicho al hecho hay un trecho». Así, las quiebras del sexto mandamiento llevan tiempo sonrojando a esa institución que predica la pureza casi desde su fundación.

«¡Cuánta suciedad hay en la Iglesia!», exclamó el cardenal Joseph Ratzinger en un vía crucis, en abril del 2005, antes del cónclave que lo proclamó Papa y lo rebautizó como Benedicto XVI. Ratzinger no estaba recordando, por ejemplo, a Alejandro VI, el papa Borgia, sino que probablemente tenía en la cabeza casos que le han estallado en las manos en medio de su pontificado. Recordemos el escándalo de Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, que ha pasado de pretender ser «santo» y de gozar del favor de Juan Pablo II a constatarse sus inclinaciones pederastas o su múltiple paternidad con variadas señoras.

Estamos ahora bajo el impacto del 'Informe Murphy', que ha revelado la crudeza de la actuación de múltiples sacerdotes pederastas en Irlanda que abusaron reiteradamente, durante años y con la connivencia de las autoridades civiles y eclesiásticas de su país, de más de 450 niños. Los hechos se han conocido ahora, pero la Iglesia católica lo sabía desde antaño y no sólo no sancionó a los infractores de su propio código religioso y también de la ley civil, sino que se dedicó a trasladarlos de parroquia en parroquia para que los libidinosos fueran encontrando nuevas víctimas propiciatorias. Es decir que, si se conjuraba la mala suerte, se iba un pederasta de la parroquia y llegaba otro. El escándalo ha tomado tal nivel de difusión que el propio Benedicto XVI acaba de mostrar su pesar por el comportamiento de algunos curas y ha pedido a los suyos «trabajar para restaurar la credibilidad de la Iglesia», único motivo de su preocupación. Hasta hoy el Papa no ha pedido perdón por la diligencia con la que la Iglesia católica actuó para proteger a los suyos durante años y años, olvidando que para las víctimas del abuso, cada minuto de su tormento alcanzaba dimensiones de eternidad. No es de extrañar que la asociación 'One in Four' ('Uno de cada Cuatro'), que representa a las víctimas, se haya mostrado decepcionada. Benedicto XVI pide ahora «tolerancia cero» pero cuando era el todopoderoso prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex santo Oficio de la Inquisición) no apoyó la investigación abierta en Irlanda. La Iglesia, tan proclive a encubrir los pecados propios mientras juzga con tanta dureza los comportamientos ajenos, debiera ahora ejercer la humildad que predica pidiendo perdón a cada una de las víctimas no sólo por los abusos sexuales sino por la soberbia con que ejercieron el ministerio eclesiástico los encubridores. A mi juicio, es la única forma de recuperar la credibilidad que Benedicto XVI tanto desea.

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