Los nuevos fantasmas del viejo pastor

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Los nuevos fantasmas del viejo pastor

Revelado el criminal actuar de Maciel y los legionarios, caen sobre el Vaticano denuncias de pederastia y abusos en Austria y Alemania, Holanda y España, Chile y Brasil, Irlanda, Estados Unidos e Italia; a cinco años de su ascención el Papa alemán enfrenta la más sórdida historia del catolicismo moderno.

· 2010-04-04 | Milenio Semanal

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El Papa oficiando una misa en marzo de 2010, por el quinto aniversario luctuoso de Juan Pablo II. Foto: Filippo Monteforte/ AFP

El escenario no puede ser más imponente. Hace apenas unos días que el papa Juan Pablo II ha muerto y en Roma un viento infernal levanta las túnicas de sus eminencias mientras el cardenal Ratzinger en riguroso latín roba cámara en el funeral del líder más carismático que ha tenido la Iglesia Católica durante todo el siglo pasado. Él, al que todos consideran un gran elector pero no un candidato, se posiciona durante la agitada primavera romana al amparo de su correligionario (por neoconservador) George Bush, quien se ha instalado en una aristocrática villa en las cercanías del Vaticano con el motivo expreso de ayudarlo en su propósito.

Así puedo leerlo en mis viejos apuntes de aquellos días cuando cubría el “gran evento del siglo” para el diario Página/12 de Buenos Aires. “Josep Ratzinger lanza un duro mensaje moral”. El pastor alemán, como lo llamará con elegante sorna el día después de su elección el diario italiano Il Manifesto en su portada, no puede disimular su ambición. Ha venido a cambiar la Iglesia, dice.



Han pasado cinco años y sobre mi escritorio hay una foto de la agencia Associated Pressfechada en febrero de 1982 que lo muestra exultante mientras se despide de Munich en vísperas de su viaje a Roma. Levanta las manos casi como un futbolista que acaba de ganar el Mundial y tuerce su boca para dibujar una sonrisa forzada de bávaro que no sabe reír, mientras mira hacia el futuro con una mirada un tanto torva. Apenas unos centímetros debajo de la que muestra su triunfo hay otra foto de la misma agencia (ambas salieron publicadas en el diario El País el pasado domingo), pero mucho más siniestra. Ahí está Ratzinger el 23 de mayo de 1977. Acaba de ser nombrado arzobispo de la diócesis de Munich y extiende su mano para tocar las cabecitas de un grupo de niños que parecen tener entre ocho y 10 diez años. Uno de ellos, pienso, bien podría ser Wilfried Fesselmann, el hombre que denunció como pederasta al sacerdote Peter Hullermann, posteriormente trasladado a la diócesis de Ratzinger sin que el futuro Papa le impidiera seguir trabajando como “guía espiritual” de una parroquia.



Vuelvo entonces a la primavera romana de 2005 y recuerdo un incidente que sacudió a la marea de fieles que inundaba la ciudad el lunes 11 de abril. Dos mujeres, Barbara Blaine y Barbara Dorris, se plantaron en plena plaza San Pedro con fotografías y pancartas para denunciar al ex arzobispo de Boston, Bernard Law, quien oficiaba ese día la cuarta misa de las interminables Novendiales con que se despide al Papa que ha muerto. Miembros de la asociación de víctimas de abusos (SNAP, son sus iniciales en inglés), Blaine y Dorris se quejaban porque el Vaticano le permitía a Law el oficio cuando hace apenas unos años, en 2002, tuvo que abandonar la diócesis de Boston por el gigantesco escándalo de abusos sexuales a menores practicados por muchos de sus sacerdotes. Encorvado y envejecido, Law ofició sin grandes aspavientos. El Vaticano lo puso al frente de una de las cuatro basílicas patriarcales de Roma, Santa María Maggiore, y el incidente no hizo otra cosa que poner de manifiesto lo que cinco años después ya puede interpretarse como la punta del iceberg, el anuncio en La menor de la escandalosa sinfonía a punto de atronar los muros del Vaticano


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De los cimientos corruptos de esos muros hablará Ratzinger unos días después. Y lo hará en el imponente marco de la misa Pro eligendo Romano Pontífice con la que declaró oficialmente abierto el proceso para elegir al sucesor de Juan Pablo II. A pesar que no se me quita el recuerdo de la rigidez de un discurso que ya anunciaba su programa político, vuelvo a mis viejos apuntes. Y los releo a la luz de los escándalos que ahora ensombrecen el pontificado del viejo pastor alemán. Ese día Ratzinger lucía un aspecto cansado, casi febril. Dijo: “Debemos condenar la dictadura del relativismo” y habló de “la suciedad” que se esconde en la Iglesia. Justo él, un hombre cuyo anclaje teológico lo sitúa al costado de su admirado Santo Tomás de Aquino, el hombre de la moderna Santa Inquisición durante el papado de Juan Pablo II: su homilía es dogmática, dura. Al día siguiente se interpreta como un programa político destinado al futuro Papa, pero los grandes electores han visto algo más.


Un Papa así es lo que necesitan para tapar los escándalos que se vienen, un hombre duro con un mensaje moral. Con esa vieja astucia política que tiene la Iglesia para detectar las mareas antes que salga la luna, recuerdan tal vez que fue Ratzinger el que ordenó en 2001, mientras estaba al frente del moderno Santo Oficio, que se destruyeran las actas en las que quedaba constancia de las investigaciones por casos de pederastia contribuyendo a acentuar “la desvergüenza y la corrupción religiosa, moral y sexual de muchos miembros de la Curia”, al decir del sacerdote Filippo di Giacomo, colaborador de El País y experto en derecho canónico, “alentando en Roma, sobre todo desde la época del papa Wojtyla, de Stanislaw Dziwisz y Camillo Ruini, un clima de oposición contra quienes intentan denunciar” los escándalos “incluido Ratzinger”.



Los cardenales lo han visto claro esa mañana de abril y unos días después, apenas aparecen las primeras dudas, el viejo pastor alemán amenaza con retirar su candidatura dando un portazo si no lo eligen en pocas horas. Ellos se inclinan y obedecen. “Habemus Papa”, dirán el martes 19. “Que Dios los perdone” titularía el diario para el que trabajo al día después.

EL PRECIO DE LA VERGÜENZA

No se han equivocado los viejos cardenales. Apenas sentado en el trono de Pedro uno de los primeros dossiers envenenados que recibe Ratzinger viene de México y tiene que ver con un antiguo protegido del Papa polaco: Marcial Maciel. En febrero de 1997 el periódicoThe Hartford Courant de Connecticut publicó un reportaje con ocho testimonios que acusan a Maciel de pederastia, pero el fundador de la Congregación de los Legionarios de Cristo se siente protegido por sus conexiones mexicanas y por su amigo Wojtyla, y la Iglesia no le soltará la mano hasta mayo de 2006, cuando el pastor alemán convertido en Benedicto XVI le obliga a retirarse “a una vida de oración y penitencia”. Un castigo muy eclesiástico para alguien que moriría el 30 de enero de 2008 sin siquiera pedirle perdón a sus víctimas.



Pero el caso de Maciel no es el único y Benedicto tiene que hacer frente en los años siguientes al hervidero estadunidense, donde los escándalos que estallaron en 2004 involucran ya a miles de personas y donde son centenares los curas acusados. Luego tendría que soportar los estallidos en su propia tierra, Alemania, donde informaciones de curas involucrados en casos de abusos sexuales salpican la prensa a diario. Y en medio de todo esto estalla en mil pedazos la credibilidad de la Iglesia irlandesa, sin duda alguna la más sacudida por reportes de abuso desde los añosnoventa, que tocan directamente al cardenal Sean Brady, presente en los años setenta en reuniones en las que niños víctimas de abusos firmaron juramentos de silencio sobre las quejas contra el cura pedófilo Brendan Smyth y que, a pesar del acto de contrición, no ha dejado de encubrir a los sacerdotes acusados y hasta ha tenido la suerte de que el estado se hiciera cargo de pagar 90 por ciento de las indemnizaciones por daños a las víctimas. Luego vendría la bomba en Holanda, cuando Radio Nederland accede a un detallado informe en el que se acusa a 137 sacerdotes, frailes y monjas, de cometer abusos en internados y seminarios en las provincias de Brabante del Norte, Limburgo y Gelderland.

La Iglesia de Ratzinger no hace más que acumular denuncias mientras se escuda para defenderse en un muro más resistente que las piedras vaticanas: el silencio. Pero de nada sirve: en 2009 la prensa italiana recoge acusaciones de hombres sordos que decían haber sufrido abusos de sacerdotes entre las décadas de 1950 y 1980 en el Instituto para los Sordos Antonio Provolo, de Verona, mientras que en junio de 2009 el cura Julio César Grassi, responsable de la Fundación Felices los Niños, es condenado a 15 años de prisión en Argentina por 15 casos de abuso sexual de menores a su cargo.

De pronto en todo el mundo los traumatizados adultos que de niños pasaron por seminarios y escuelas religiosas y centros juveniles hacen memoria y le plantan cara a su dolor ante los tribunales. Hay curas españoles juzgados en Chile mientras los obispos de la península se disculpan diciendo que “es peor el aborto”, y en Australia el arzobispo de Sidney, George Pell, ofrece miles de dólares a las familias de los niños que sufrieron abusos por parte de los curas en el siglo XX. En Austria la Iglesia admite que las acusaciones de pedofilia contra el ex arzobispo de Viena, Hans Hermann Groer, eran ciertas. También lo admiten en Sudáfrica, en Brasil hablan de la pedofilia como “un gran problema” y jueces de Florida y Kentucky reclaman la presencia del Papa en los tribunales como jefe de una institución que falló al detener los crímenes de los abusadores entre sus filas sin que nadie sepa muy bien dónde va a terminar todo esto.

Vuelvo a mis recuerdos de hace cinco años, de la ventosa primavera romana donde Ratzinger escenificó su dureza y me pregunto hasta qué punto aquella escena ortodoxa y rígida era parte de un mensaje sólo para ocultar el hedor que comenzaban a despedir estos lodos. Me vienen también a la memoria los consejos de un viejo periodista curtido en mil lides vaticanas y aficionado al vermouth que se apiadó de mí cuando me vio buscando fuentes donde informarme en aquel caos que era Roma y me dijo: “Pregúntale a los choferes de sus eminencias, ellos lo saben todo”. Y así lo hice. Busqué con santa paciencia sus coches, memoricé sus caras y los aceché en los discretos bares en torno a la Plaza San Pedro hasta que logré ganarme la confianza de un pequeño grupo que relajaba la espera del nuevo Papa entre martinis y deliciosas aceitunas de Liguria. “¿Usted quiere saber quién será el nuevo Papa?”, me dijo uno de ellos. “Pregúntele a Ratzinger. Él los tiene a todos agarrados ya sabe de dónde”. “¿Por qué?”, le pregunté con ingenuidad de neófito vaticanista. “Por lo que han hecho durante todos estos años con los niños, ¿por qué va a ser? Él tiene todos los expedientes en su despacho, ya verá como lo votan a él”.

Me fui del bar sin saber si tenía entre mis manos una noticia o no, aunque me animé a insinuar que la candidatura del viejo pastor alemán avanzaba a paso seguro.

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